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AIRAOS Y NO PEQUEIS

«Por cuanto la intención de la carne es enemistad contra Dios; porque no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede». Rom.8:7.
«Y manifiestas son las obras de la carne, que son: Adulterio, fornicación, inmundicia, disolución, hechicerías, enemistades, pleitos, celos, iras, contiendas, disenciones, heregías, envidias, homicidios, borracheras, banqueteos, y cosas semejantes a éstas: de las cuales os denuncio... que los que hacen tales cosas no heredarán el reino de Dios.» Gál.5:19-21.

El hombre animal (carnal, no regenerado) no se sujeta a la ley de Dios, ni tampoco puede. En él, más que la voluntad, imperan los instintos u obras de la carne, entre los cuales se destaca la ira.
La ira puede ser considerada como pecado capital, porque ella es origen de muchos otros pecados. Difícilmente alguien podría ofender, reñir o matar si antes no ha sido tomado por la ira.
El hombre de Dios, ya perfecto, no se aíra; su naturaleza ha sido transformada y por tanto es una nueva criatura en Cristo, capaz de dejarse abofetear conforme al mandato y ejemplo del Maestro.

«No resistáis al mal; antes a cualquiera que te hiriere en tu mejilla diestra, vuélvele también la otra.» Mat.5:39.

«Airaos y no pequéis», dijo el apóstol Pablo a los efesios de ayer, y bien nos conviene ese consejo a los cristianos de hoy, a todos los que somos espirituales y no queremos andar conforme a la carne, pero que todavía no hemos llegado a la perfección. Si aún la ira nos toma; si todavía nos enojamos, ¡cuidado!, dar rienda suelta a la ira es pecado; mejor es reprimir las palabras y los ademanes descompuestos; es necesario ahogar los impulsos coléricos aunque tengamos que apretar los labios para ello. Después de logrado el control, cuando haya pasado el momento difícil y los nervios estén en calma, pero antes de comenzar un nuevo día, hagamos reconciliación con el ofensor, perdónale de corazón para que Dios nos pueda perdonar igualmente.
Si siempre lográramos ahogar los impulsos de ira, dejando escapar después esa tensión en lágrimas de arrepentimiento, cada vez tendríamos más dominio propio (o mejor dicho, cada vez el Espíritu de Dios tendría más dominio sobre nuestro propio espíritu) y no tardará el tiempo en que lleguemos a ser perfectos, mansos y humildes de corazón como nos pide Jesús.

«Llevad mi yugo sobre vosotros, y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón; y hallaréis descanso para vuestras almas.» Mat.1129.

«Airaos y no pequéis; no se ponga el sol sobre nuestro enojo.» Efe.4:26.

Spmay. B. Luis, Bejucal, 1970.